Cuando desperté supe que sería uno de esos días que dedicaría para mí y nadie más.
No quería despertar, pero ahí estaba, con los ojos abiertos y la cabeza retumbando.
Necesitaba un día para pensar, o mejor dicho, para no pensar. Ni trabajo, ni estudios, ni sus
constantes mensajes que desde la noche anterior me preguntan si estoy bien. Me termina de
despertar una nueva notificación, a la que respondo con un “No quiero hablar”. Apago el
teléfono y me levanto en busca de lo primero que encuentre para comer.
Al regresar de la cocina enciendo la radio, sintonizando cualquier emisora que no
toque baladas de amor o desamor. De fondo comienzan a sonar todas esas melodías de mi
juventud, la cual no supe aprovechar por el miedo del qué dirán. Siento ganas de arrojar el
equipo por la ventana y que le caiga a alguien en la cabeza. En cambio, solo me amurro y
comienzo a masticar los trozos de fruta, tan fríos y amargos. Iguales a ella.
Llevo los dedos sucios a mi boca. Los lamo sin prisa, saboreando el gusto de la fruta
ligeramente pasada. ¿Era masoquista? Por supuesto que sí. Me sermoneaba constantemente,
diciendo que desde mañana renunciaría a todo. A mis desgracias y a mis sentimientos. Pero
cada vez que despertaba ese mañana se alejaba más y más. Siempre, día y noche, lo primero
que pensaba cuando tenía la mente en blanco era ella. Y de pronto mis falanges dejan de ser
el miembro de cualquier extraño con quien decidí fantasear, para convertirse en sus propios
dedos.
Saboreo hasta la última gota de jugo que escurre por mi mano, embadurnada de
saliva. En algún momento mis ojos se cerraron, alejándome de la jaula que era mi habitación.
Jadeo en cuanto la sensación de humedad asoma a través de mis pantys, nada más que con
juntar las piernas. Siento que sus dedos, reflejados en los míos, se deslizan por mi cuello
hasta mi pecho.
Estaba en las nubes, como cuando los perros esperan el día entero a que regresen sus
dueños y se hacen encima de solo escuchar las llaves en la puerta. Así era nuestra relación.
Yo, siempre esperando una mísera gota de atención, mientras ella regalaba su tiempo a
cualquier persona que pasaba enfrente suyo. Todo el tiempo detrás de ella, que nunca daba la
vuelta. Por eso me recrimino desear tanto su tacto y su calor, cuando por una vez podría
tomar el control de mí misma. Aunque fuera dentro de mis fantasías.
Jamás tuve el valor para decirle cuánto la amaba. Cuánto la deseaba. Cuánto la
idolatraba. No sé porqué hablo en pasado si permanece en mi mente, como una tortura que
me recuerda cuan patética es mi vida: Aún enamorada de mi primer amor, ese que me dio
alas pero no me enseñó a volar. Ese que te arranca la ilusión del “felices para siempre”, pero
que todavía añoras como si fuera posible. Reacciona mujer, ella no te ama.
Pero yo no escucho y continúo con lo mío, fantaseando con sus manos que sueño me
asfixien. Anhelo sentir sus uñas, tan largas como garras, clavándose contra mi garganta a la
vez que el peso de su cuerpo cae encima mío. La sensación de adormecimiento y
vulnerabilidad se disfruta mejor con la persona que amas, porque confías en que no te hará
daño, aun cuando la verdad es que jamás terminamos de conocer a las personas.
Mi piel, blanca como un lienzo, cede a sus rasguños y comienza a tintarse de líneas
rojas sin sentido. Primero sobre mi garganta, luego cerca del esternón para bajar hasta mis
caderas y de ahí a mis muslos. Fantaseo con sentir la presión de sus dedos contra mis piernas,
mientras su mirada pretenciosa pasea por mi cuerpo con desprecio, como si se burlara de lo
sumisa que era ante ella.
Ahogo un gemido apenas sus dedos hurgan dentro de mi sexo, sin necesidad de
juegos previos. El sonido húmedo de mis labios abriéndose con facilidad ante sus yemas
inunda la habitación, el cual aumenta con cada nueva embestida. Mis piernas vuelven a
cerrarse, ella encaja sus dedos y hace un pequeño movimiento hacia arriba con el que alcanzo
el cielo. Gimo con fuerza, curvando la espalda y levantando el pecho en busca de ella. De sus
manos y su cuerpo, de su aliento que me roba la vida pero al mismo tiempo me mantiene
viva.
Su nombre resuena en mi cabeza con vergüenza, primero como un lejano recuerdo el
cual se vuelve cada vez más y más vívido. Comienza en su cabello, negro como la más
densas de las tinieblas, que cae por su espalda tatuada con un patrón tan peculiar. Le siguen
sus pechos redondos, simétricos y perfectos para amasar o rozar con los míos mientras la
beso. Y por último sus piernas rellenas de carne, envueltas en la fina capa que era su piel
tostada.
Pero entonces recuerdo que ese cuerpo endemoniado no me corresponde, que nunca
lo hizo ni tampoco lo hará. Aun cuando creí ser su segunda opción, me di cuenta de que no
era ni siquiera la última. De mi garganta sale un grito, medio gemido y medio lamento. Una
lágrima solitaria se desliza por mi mejilla, sabiendo que al menos en mis fantasías ella me
escogía y me cogía también. El consuelo llega con un par de espasmos que hacen sacudir mi
cuerpo, a lo que reclama la cama ante cada movimiento.
El calor crece en mi interior, irguiéndose como llamarada desde mi sexo hasta las
puntas abiertas de mi cabello. Mis caderas se mueven por sí solas, en busca de mayor roce
contra esos dedos expertos en hacerme perder la cabeza. Y la pierdo. Y pierdo la cordura
también, y en lugar de tener un orgasmo deseo verla retorciéndose a ella.
La imagino con una mordaza, babeando igual que una perra. De manos y tobillos
atados, expuesta. Por una vez me gustaría ser yo quien juegue con ella, dándole placer para
luego negárselo sin previo aviso. Que sea ella quien grite mi nombre y suplique por algo de
atención, entonces yo me reiría y me vendría en su cara.
Y lo hago. Me vengo, pero no contra su rostro. Lo hago contra una almohada que
sostengo con fuerza en mi entrepierna. Mis manos, que sujetan el relleno como si fuera su
cabeza, aún frotan esa boca imaginaria con rabia contra mis labios hinchados que palpitan y
arden en deseo por ella, con ganas de más. Gimo tan alto que mi garganta se seca. Pierdo el
aliento, me desplomo sobre la cama mientras la cabeza me da vueltas.
Soy consciente del sudor en mi espalda, el frío que hace y de mi piel de pronto helada.
Me tiemblan los dedos, arrugados de tan húmedos que estaban. Recupero parte de mí con
cada nuevo aliento. Pero entonces llega el asco. Y el remordimiento. Y las ganas de llorar. Y
lloro, con fuerza y sin consuelo. Me duele el pecho. Me duele el alma, que ella me ha robado
sin dejar nada a cambio. Solo soy un cuerpo, el cual intento satisfacer con orgasmos sin
sabor.